René Francisco Rodríguez nació en Holguín en 1960. Estudió en la Escuela Nacional de Arte (ENA) y en el Instituto Superior de Arte de La Habana (ISA), donde se graduó en 1987 y donde ejerce como profesor desde entonces. Su labor pedagógica se distingue como uno de los factores esenciales que han influenciado en la formación de las nuevas generaciones de artistas cubanos egresados del ISA desde los años noventa.
René Francisco orientó su enseñanza del arte hacia la deconstrucción del discurso pedagógico tradicional, a partir de la conversión del hecho docente en entorno creativo. Desarrolló varios proyectos pedagógicos y artísticos con el colectivo Desde Una Pragmática Pedagógica (DUPP), involucrándose en el análisis de los problemas operacionales del arte desde un discurso universitario.
Sus primeras obras las hizo a dúo con Eduardo Ponjuán, con el que desplegó una labor creativa durante diez años. Participó en varias bienales y programas de residencias artísticas. Su obra ha sido expuesta en numerosos museos, centros y galerías de arte del mundo entero. Ha obtenido notables logros en el ámbito pedagógico, en particular el Premio UNESCO para la enseñanza artística.
René Francisco es hoy día uno de los artistas cubanos contemporáneos más importantes y originales. Su práctica creadora abarca un uso muy diverso de los medios artísticos (el dibujo, la pintura, la escultura, el video, la instalación, la performance) y unas características estilísticas y temáticas muy amplias.
René Francisco participa de la ironía corrosiva propia del posmodernismo, pero sin cinismo ni pretensión. Siempre ha deseado sacar el arte de su marco tradicional, modificar su lenguaje a través de la experimentación, la intervención comunitaria, la pedagogía. Concibe el arte como un compromiso, como un medio de investigación acerca de su propia naturaleza, su destino, sus problemáticas y derivas (en particular el mercado, que lo rige con sus mecanismos de perversión comercial y de alta especulación financiera), su inserción en la sociedad y su capacidad para transformarla, para transgredir los límites de las conciencias.
René Francisco quiere desmantelar los códigos, los símbolos, los paradigmas, los estereotipos, a fin de revelar y analizar estéticamente problemáticas relacionadas con el arte, la política, la sociedad, la humanidad. Su obra es un palimpsesto vasto y natural, un conjunto de correspondencias, de pluralidades paralelísticas; un conglomerado armónico colmado de ecos temáticos y formales múltiples.
Empecemos por un autorretrato: háblame de tu infancia en Cuba, de tu familia…
Yo nací en la mismísima Holguín, ciudad de renombrada aristocracia, pródiga en buenos escritores y pintores, y con una disimulada inclinación al racismo. Mi infancia fue de idilio familiar y confraternidad. Muchos primos, tías dedicadas entre sí…
La familia de mi madre, de Cabañas, del campo de Pinar del Río, de tez muy blanca, de origen vasco, se mezcló con la familia de mi padre, de raza negra y mestiza, del oriente del país, de un pueblo llamado Báguanos, criada dentro de la servidumbre y, por tanto, con una buena educación. Entre estas dos familias, en mis primeros diez años, se cumplió esa sentencia de Oscar Wilde de que el medio para hacer buenos a los niños es hacerlos felices. Y la mía es, como se dice llanamente, una buena familia.
En mi infancia hubo dos patios. El de mis abuelos paternos era de tierra: un patio común con varias salidas de puertas traseras de casas de tíos abuelos, tíos y primos albañiles, carpinteros, médicos, profesores y músicos (la mayoría estudiosos; unos católicos, otros ateos; nunca vi que alguno practicara la santería); un patio de juegos y celebraciones, de chillidos, cría de pájaros, gallinas, y algún puerco memorable. Hacia el portal, en tiempos de carnaval, salía la primera comparsa, con la trompetilla china de Johnson y la conga de Chichí, con su carroza flamante y el sudor de los tamborileros, a quienes les dábamos agua fría.
En otro barrio, lejos, estaba la casa de mis padres, mi casa, de estilo modernista, con su jardín y su extenso patio, con perros, columpios y cachumbambé, cocoteros y plátanos, rosas y moriviví. Había en esa casa una biblioteca muy variopinta, con muchos libros clásicos, la mayoría novelas y libros de medicina.
Las dos casas tenían televisores, signo de distinción dentro del barrio. A la hora de los muñequitos y las aventuras, se llenaban de chicos y chicas de toda clase, los más desposeídos de los alrededores, que, en medio de la excitación de la tele, recibían humildes meriendas. Algunos eran llevados al baño para lavarles las manos, la cara, y poco a poco eran llevados hacia la iglesia los domingos, con sano proselitismo, hasta hacer su primera comunión.
Mi infancia también fue de casa en la playa y finquita en las afueras de Holguín. De amorosos padrinos. Éramos siete hijos que disfrutábamos como locos, dentro de un vasto Chrysler, los numerosos viajes y estancias en esos idílicos lugares.
En 1968 mis abuelos, mi padre y mi tío decidieron cambiar el rumbo de nuestra familia solicitando la salida del país. Luego de los inventarios regulados por el gobierno, mis abuelos se marcharon en poco tiempo a España; después, lo haría el núcleo familiar de mi tío. Sin embargo, a mi padre le negaron el permiso y lo retiraron del hospital donde trabajaba como neumólogo, relegándolo a un puesto médico en el central azucarero Antonio Maceo, alejándolo de su especialidad como médico cirujano e, incluso, de mi madre y de nosotros por muchos, muchos años.
Desde ese momento mi infancia y la de mis hermanos tomó también otro rumbo. Ver a mi padre un día a la semana, cuando venía o cuando lo visitábamos, creó mucha extrañeza; un quebrantamiento que no percibiríamos hasta crecer un poco más. Aunque hasta el día de hoy el amor y la compasión de las tías y primos ha imperado por encima de todo, la ausencia de mis abuelos, sobre todo, el eje robusto que era mi abuela Gloria y aquella bondadosa y devota tía Edoricia, generó un trauma que marcó algo profundo en nosotros.
Como ves, una infancia muy similar a las de miles y miles de niños de otras familias cubanas.
¿Cuál fue tu primera emoción estética?
Yo era un chico enfermizo y entregado al polvo de esa biblioteca en la cual me refugiaba y en la que me detenía fascinado, entre los libros de anatomía y esquemas patológicos y las entretenidas ilustraciones de Tom Sawyer, Huckleberry Finn y otras aventuras e historietas. Pero creo que los primeros impactos visuales los produjo la biblioteca de mi tío médico, que pintaba en sus horas extras. Allí tenía estanterías de cartulinas Ingres de todos los colores, y las gavetas de su buró estaban llenas de plumas, la mayoría Parker, y lápices y crayolas de todo tipo.
A diferencia de la biblioteca de mi padre, la de mi tío era de difícil acceso para los niños, pero creo que fui muy consentido y, aunque no me dejaran tocar nada, yo entraba escondido y registraba aquel mundo de colores, aquellas franjas de cartones, reglas y grandes cartabones, hasta un día que exploté en un llanto inconsolable delante de mi madre, manifestándole que quería aquellos materiales. Creo que a partir de esa primera satisfacción que me dieron mi madre y mi tío, se produce en mí un desenfreno por garabatear y copiar láminas constantemente.
¿Qué pasó para que te decidieras a ser artista plástico? ¿Cuándo se convirtió el arte en el centro de tu vida?
Le debo a mi madre ser un artista. Ella me proporcionó, además, dos personas que me enseñaron mis primeros pasos técnicos: Orlando Carralero y Carlos del Pino.
Yo recuerdo que las pinturas pastosas robaban toda mi atención, me embobecía tratar de entender las texturas y pegotes de los impresionistas, los collages y jirones de Picasso, que era como Dios, y esas turbulencias de Van Gogh. Mi madre me ayudaba en todo eso. Ella colocó mi Francisco como segundo nombre para estilizar mi firma. Ella me buscó los libros de pintura y dibujo de Parramón, y defendió mis horas para que no me desprendiera de esas ilustraciones anatómicas, ayudándome a copiarlas desde muy temprano, mostrándome dibujos de Da Vinci, preparándome colores que yo confundía, aumentándolos con pasta dental para producir ese efecto de relieve, manoseando las imágenes lisas de las revistas, trasladando ese universo a mis libretas escolares, con historietas y secuencias deportivas (siempre inclinado a la narrativa).
Algo que sospecho me marcó, fue un señor de la iglesia que tenía un pequeño local donde realizaba las partituras del órgano oriental: esas minuciosas marcas de lápiz sobre un rústico cartón que luego recortaba con un bisturí y con una supersanta calma que, creo, secretamente se me pegó.
¿Qué formación tuviste? ¿Cómo valoras la enseñanza que recibiste?
No fue hasta los dieciséis años que entré accidentalmente a estudiar arte, ayudado por Cosme Proenza, un extraordinario profesor de Holguín que me coló a mí y a otro amigo mío en los exámenes de la ENA para el ingreso de los estudiantes de la Escuela de Nivel Elemental, a la que yo no pertenecía. Antes de llegar allí, yo practicaba atletismo.
En 1977, cuando llegué al fascinante mundo de Cubanacán, la ENA era una escuela de mucho rigor. Aún hoy se exagera con que era “la mejor escuela de arte del mundo”, pero la sigo considerando una de las más prodigiosas. La Facultad de Artes Plásticas estaba muy afectada por profesores destacados de la década del 70, la mayoría militantes de la UJC o del Partido, con una ideología del arte un poco ilustrativa y bastante bucólica, pero con los que aprendí mucho de técnicas y procedimientos, porque su formación había sido sólida y eran profesores que te enseñaban a trabajar como ellos: salvajemente. La disciplina y la constancia vinieron de ellos.
Claro, el componente ideológico estaba muy comprometido, y creo que detuvo mucho el proceso de comprensión del gran arte contemporáneo; estaba muy desfasado y desactualizado en relación con las corrientes del momento, muy reprimido por las autoridades. En Historia del Arte llegaban a decirte que Picasso era mejor que Matisse porque era comunista, y en las clases de Filosofía el “existir es ser percibido”, de Berkeley, era una atrocidad.
Desaprendías y aprendías mucho. Gran parte de la biblioteca de la ENA se conformó con la suma de bibliotecas confiscadas en las casas de la aristocracia que había huido con el triunfo de la Revolución: estaba llena de curiosidades, podías apreciar el mundo antiguo y moderno, hojear maravillosas enciclopedias y ediciones de lujo, más la avalancha editorial que la política cultural, en hojas de gaceta, le dio al mundo clásico. Por otro lado, estaban los herejes, alumnos y algún que otro profesor, que te pasaban libros raros, libros que te mostraban lo vetado y que nos salvaban de la gran influencia soviética. Estaba el maestro Antonio Vidal, que, muy discreta pero insistentemente, nos enseñaba otros caminos.
La ENA, y luego el ISA, con su alucinante arquitectura, con su bucólica naturaleza, aun en los tiempos de extrema debilidad, han sido escuelas de una práctica y una gravitación altamente creadoras. No creo que algún estudiante, en cualquiera de esos escabrosos momentos, haya sido tocado por la desgracia.
¿De qué manera has evolucionado como artista? ¿Han cambiado tus ideas sobre el arte? ¿Cómo definirías tu práctica artística?
Mis ideas sobre el arte van cambiando, pero son también muy recurrentes en sí mismas. Hay un eje narrativo, a veces regresivo, una suerte de ruta ecléctica y giratoria de la cual me es difícil desprenderme, pero que siempre es favorecida con aires frescos.
Yo me veo como alguien que posee una equipada caja de herramientas académicas; como aquella biblioteca de infancia, presta a los usos en el momento dado, sin prejuicios ni dogmas intelectivos. Creo en la visibilidad pública y también en la prudencia. Mi debate epistemológico se da en el autorreconocimiento a través de lo colectivo, lo cual me devuelve siempre a aquel patio de mis abuelos, con muchas puertas que reciben, que dejan margen a la contaminación.
Escogí el camino más largo para una carrera, porque no ejercito un estilo, ese en el que hay que insistir e insistir hasta que se reparta por el mundo y se imponga con éxito.
Escogí también tener desde muy temprano un sitio en la universidad: me veía como un profesor inconforme, practicando allí algo similar a pintar o dibujar, con la diferencia de que en esas disciplinas me mantenía en una zona de confort y en lo docente el trabajo colectivo exigía repartir el botín, cediendo mi 50 % de todo, cogiendo sol a la intemperie, sin horarios ni regulaciones y, claro, esa dedicación al impulso de los demás ralentiza mucho cualquier carrera.
Cada cierto tiempo hago un énfasis considerable en esta implicación colectiva, moviéndome en zonas muy necesitadas, enfrentando problemas de precariedad, de frustración y descentramiento. Recientemente: en las minas de cobalto en Kuwasi y en un orfanato en Lubumbashi, en un hospital en Guatemala, en el barrio peligroso del Callao, en la Perseverancia de Bogotá, en un shelter de mendigos y drogadictos en Gran Victoria, en la comunidad nativa Mohwak en Brantford, redirigiendo la capacidad de saneamiento que poseen el arte y sus procesos de transmisión dentro de un contexto. Considero esta experiencia como la más innovadora de mi trabajo como artista.
Creo que gozo de una generosidad bibliográfica, y existe desde temprano un serio y considerable ensayo de Lupe Álvarez sobre mi trabajo pedagógico. Hay textos muy consagratorios: de Gerard Haupt, Jürguen Harten, Eugenio Valdés, Hortensia Montero, Eligio Tonel; eso bastaría para remembrar a aquel niño soñando dentro de la biblioteca y sonreír con satisfacción, pero yo prefiero seguir machacando en lo progresivo, nada de presunción y cumplimientos.
¿Qué artistas te han influenciado y a cuáles sigues admirando?
He sido siempre muy poroso, y eso quizás sea un gran defecto. Hay un saco de influencias, unas que vienen de rasgos familiares que consolidaron una inclinación a los afectos: mi niñez y adolescencia católica, la vocación curativa…
En el aspecto óptico fueron los impresionistas, en especial Van Gogh y Manet, la pintura pastosa; luego, en la escuela, las clases pulcras de Vidal, los grabados de Rembrandt, Magritte; el escepticismo poético de Carlos Rodríguez Cárdenas, la ferocidad creativa de Segundo Planes; los filmes Blow-Up de Antonioni y Amarcord de Fellini; los breves, suficientes y definitivos consejos de Flavio Garciandía (aunque no fui alumno de su clase); mi amistad y trabajo con Eduardo Ponjuán; la espiritualidad y dogma pedagógico en Malevich, el reciclaje en Duchamp, el concepto ampliado de Beuys; la amplitud de Lezama y Borges, la vigorosidad de Ángel Escobar.
Hay muchas cosas enteramente no visibles: mi estancia en México en 1992, mi recurrencia hacia Alemania a partir de 1994, algunos de mis viejos estudiantes y mucho de Los “tres” Carpinteros; mi larga, intermitente e insistente correspondencia con Dagoberto Rodríguez.
No sé, creo que soy una obstinada imperfección en la que me siento envejecer admirándolo todo, nutriéndome de todo, y creo que cuando voy a acometer algo, por lo general, siento que estoy prendido a todo eso.
Desde la distancia, ¿cómo juzgas a tu generación, la de los años ochenta?
Mi generación protagonizó uno de los episodios más prodigiosos de la historia del arte y la cultura cubana, un movimiento orgánico que terminó como termina a la larga casi todo en Cuba: en frustración. Sus obras están medianamente ilustradas en las salas del Museo Nacional de Bellas Artes. Este movimiento hizo aportes que hoy siguen siendo un manantial.
En el presente, la mayor parte del núcleo de mi generación es de artistas exiliados, geniales, excelentes, innovadores, soñadores, poéticos, engreídos, excéntricos, desposeídos, románticos, alegres, dispersos, disgustados, calmados, adictos, resentidos, liberados, preocupados, indiferentes, frustrados, huidizos, inconformes, traicionados, esperanzados, tímidos, renuentes, felices, desfasados, bellos, persistentes, pragmáticos, desarraigados…
No diré nombres, pero conservo por algunos un cariño al que mi corazón nunca renunciará. Sigo admirando la obra de muchos y sueño con verlos un día justamente revisados, con copiosas monografías y grandes exposiciones, no las que se autofinancien personalmente, sino las que dicte un veredicto valorativo, allí donde fueron a parar, u ojalá en la Cuba donde desenfundaron la almendra de su prodigiosa y portadora juventud.
Mas el empecinamiento de una generación es algo que está en el pasado, y en los historiadores de arte y las escuelas. Como cuando estuviste en el preuniversitario y pasan luego tantos años, tantos amaneceres y brillos de luna, tantos viajes y personas, tanta alegría y oscuridad que has compartido con otros y, además, tanto por generar y descubrir, el largo tramo transcurrido ya no te permite vivir de lo que hiciste o dejaste de hacer, metido en la nostalgia de un viejo cuento.
En definitiva, uno es un pedazo de futuro que sale disparado del vientre de su madre, que necesita avanzar como una flecha a través de la metralla de las generaciones.
¿Cómo valoras el arte cubano contemporáneo?
Hace poco me comentó un célebre crítico y gran amigo que el contexto del arte cubano se estaba convirtiendo en un estercolero. No dejo de pensar con molestia en eso, todo este tiempo: el interés de aislamiento entre los propios artistas, la falta de solidaridad y el odio que pueden generar la crítica mal fundada y los textos egocéntricos e irresponsables que abundan. Me gustan las trifulcas estéticas y la idea del enema que necesitan ciertos contextos y tendencias, y la crítica debe ser el arma de contestación y el purgante, pero estos son momentos de necesaria unidad.
Tengo cierto respeto por el silencio y el aislamiento que hacen algunos artistas, afincándose en su propio yo en plena etapa de guerra y crisis moral. Pienso en las cooperativas artísticas que proliferan favorablemente. Pero, por otra parte, dejando a un lado a los oportunistas, también tengo admiración y respeto por la militancia artística política en sus formas radicales, aunque aún la considero un bebé que hay que alimentar y atender. Puede ser, como pensé en otro momento, una estrategia oportunista; puede ser, en algún caso, inocencia o astucia protagónica en búsqueda de fama y celebridad.
Dice Borges que no hay consuelo más hábil que el pensamiento de que hemos elegido nuestras desdichas, pero hay que medir el coraje, el pellejo y la carne expuestos en este nuevo artivismo, las tensiones nerviosas y represoras a que se someten. Para algunos, parece una forma que se sale a veces de la línea del verdadero arte; pero, ¿qué es el verdadero arte? Esta es una pregunta que también nos hacíamos hacia finales de los ochenta. El nuevo artivismo es una alternativa necesaria para frenar o transparentar las injusticias irracionales que imperan hoy en Cuba, la fuerte censura, la falta de libertad de expresión, que también roza o hace mella a quienes nos quedemos indiferentes. Yo estoy seguro de que producirá cambios, sobre todo por la poderosa muleta de los medios y por el crecimiento cada vez mayor de nuestra inconformidad y nuestra demanda de respeto.
Es evidente que la apertura hacia las redes sociales, Internet y el uso del teléfono móvil están creando cierta democracia de la expresión: la buena y la deprimente, pero también están descubriendo la crisis de un sistema, el horror moral y la falta de una filosofía común.
Por lo demás, tranquilicémonos, porque en un bulto enorme de artistas siempre se decantan con el tiempo los que realmente aportan, y esos seguirán siendo pocos. Al lado del buen arte o artivismo, hay mal arte y mal artivismo. Fijémonos también en las redes: hay mucha fórmula, dinero y políticas que sustentan la mediocridad y los falsos creadores; hay mucha copia y mucho derroche de materiales y energías que realmente no suscitan una profunda renovación.
¿Conoces la influencia que ha tenido tu obra en otros artistas cubanos?
Puedo asegurar lo contaminante que han sido, para mí, mis estudiantes. Pero en el caso opuesto, esa es una expectativa de todo profesor. Por circunstancias o giros del devenir, mi influencia sobre un estudiante podría ser una bendición o una experiencia fatal. Mejor esperar a que yo muera para saberlo a ciencia cierta.
Háblame de tu proceso de creación.
Soy de cumplir semanalmente con mis proletarias horas de trabajo. Desde que estudié en el ISA me gustaba trabajar en la madrugada y, en absoluta calma, esperar la mañana ya con pensamientos y labores avanzados. Sigo haciéndolo, a pesar del cansancio que ya deja, debido a que el cuerpo siente la proximidad de sus sesenta años.
Ese amanecer solitario me ayuda a iluminar mis ideas, revisar algún libro o dar vueltas ociosamente alrededor de mis trabajos, con un reiterado vaso de té y con alguna música repetida por años: Beyond the Missouri Sky, de Haden y Metheny; The Melody at Night, with You, de Jarrett; Nubes, de Carlos Varela; My One and Only Love, en varias versiones, pero la de Oscar Peterson es la que más repito; algo suave y experimental de The Beatles y Tom Waits, y ya después, hacia el día, más animado, escucho música de toda clase, la que me ofrezca un buen ritmo de trabajo. Si hace falta un poco de hip hop, pues hip hop y otro poco de rap y algo de Issac Delgado y los viejos Van Van… Un crescendo que me envuelve durante horas, con sus pequeñas interrupciones para volver a la calma, para comer algo y no alejarme tanto de los que me rodean.
Por lo general, solo trabajo en lo que se repite como una llama dentro de mí. Hago lo que esa llama prende y me desvela, me robustece, me da claridad y alegría. Lo que no se cumple así, generalmente no lo hago.
¿Qué particularidad tienen la pintura o el dibujo para que continuamente se anuncie su muerte y su resurrección?
La magia de acoplarse a la arquitectura sin atravesarse en el espacio. Cediendo paso al caminante y abriendo un Tokonoma o un Aleph en la pared. Esa sola razón le permitirá existir por los siglos de los siglos.
¿Creas sin pensar en un público, sean amigos, coleccionistas, galeristas…?
Eso depende del contexto donde tenga plantados los pies, pero en general creo mis obras pensando en Dios. También en mi madre y en todos esos ángeles que te he mencionado como influencias.
¿Qué relación mantienes con las otras artes? ¿Cuál es su importancia en tu vida y en tu trabajo?
La música y la literatura han sido un abrigo para todas las estaciones del alma; además, mi relación con músicos y actores viene desde la ENA, donde conviví y me formé entre todas las artes. Llegué incluso a formar parte de la charanga de la escuela, como cantante.
Necesito la música para todo, y a veces me dejo llevar por la escritura. Tengo a algunos músicos y escritores lo suficientemente cercanos como para considerarlos uña y carne: Efraín Rodríguez, Rito Ramón Aroche y Caridad Atencio; los músicos Kelvis Ochoa y Dionisio Arce Camp.
He realizado varias escenografías para teatro y conciertos. De la danza, la obra que más me ha impresionado es Súlkary, del viejo Conjunto Folclórico Nacional. Mi relación con el teatro es limitada, pero en obras como La cuarta pared de Víctor Varela, algunas de El Ciervo Encantado, y Diez millones de mi admirado Carlos Celdrán, me he aguantado para no saltar al escenario.
Tengo algunas estanterías que me iluminan y deparan felicidad, donde encontrarás poca pero buena poesía, muchos ensayos y algunas biografías; poquísimas novelas, desde luego muchos catálogos y revistas de arte, la mayoría muy viejas; varios libros sobre un solo artista y algo menos sobre otro; tres obras completas, y entre estas la poesía de mi gran Ángel Escobar; tres libros familiares: poesía de mi madre, testimonios de mi padre, y uno de historia de un hermano. Hay algunos libros de pequeñas historias del arte, muy necesarios, otros aparentemente muy ligeros. Todos como una gran aristocracia dentro de mi mente y mi casa; todos excitantes, pero estoy seguro de que aburrirían enormemente a muchos lectores.
¿Qué opinión te merece el mercado del arte y el lugar que ocupa el dinero hoy día en este mundo?
El mercado del arte está rigiendo nuestras vidas, ha causado para los cubanos excitación y entusiasmos nunca vistos, ha fortalecido el trabajo de muchos artistas y ha debilitado a otros. Es muy azaroso.
En general, alrededor del éxito hay mucha banalidad y superchería. He contemplado las muecas de vida de algunos de mis amigos artistas para mantenerse a flote y sobrevivir. Es natural y comprensible. La inestabilidad del mercado nos hace vivir a un ritmo que no es el de nuestra propia respiración. Pero ser exitoso en algún momento, dentro del mercado, nos permite también recobrar la respiración, nos deja trabajar y movernos con tranquilidad, apartarnos, viajar y dar calidad a nuestros placeres, conocer personas muy singulares y, por supuesto, ayudar y socorrer al prójimo, que debería ser una de los grandes virtudes del éxito.
¿Qué relación tienes con los galeristas?
De entera frustración. Pero me imagino que frustración de ellos conmigo, también.
¿Qué papel le concedes al arte en nuestra sociedad actual?
El arte seguirá abriendo una ventana que permanecerá abierta siempre, incluso en los tiempos más críticos y deplorables de nuestra existencia. Para mí, el papel del arte es de permanente resistencia del alma, y si esa alma puede disfrutar del éxito, la buena comida, las buenas almohadas, saludables zapatos y además ser compasivo, pues entonces puede ser una doble tabla de salvación.
¿Cómo valoras tu experiencia pedagógica? ¿Qué impacto ha tenido en tu obra?
El primer impacto es el del vacío. El deseo frente a las carencias, el entusiasmo de generar y dar o recibir algo. En mí, como en muchos que conozco y que nos dedicamos al arduo mundo de la docencia, está Martí, discípulo y maestro, y toda esa ejemplaridad de nuestro siglo XIX. Ser para uno y ser para el otro. No sé si llamarle impacto, más bien un hilo lleno de nudos que vienen de esa fuerte tradición.
Hay un componente de renuncia en trasladarse de la soledad individual a la alegría o la tristeza colectiva. Y la forma en la que yo he intentado poner un granito de arena tiene que ver con la desaparición del profesor. Su valor radica en el nivel de sus aportes visibles o invisibles; en el momento en que, cumplida la interacción, el profesor deja al estudiante frente a una épsilon herculeana, en plenas capacidades y decidiendo solito, rebelde e independiente, qué camino tomar.
En el film Joe Black hay un momento en el que Bill Parrish se está despidiendo de su hija:
“Quiero que sepas cuánto te quiero,
Que le has dado un sentido a mi vida,
Que no tenía derecho a esperar
Y que nadie podrá quitarme jamás.
Te quiero muchísimo […]
Y quiero que me prometas una cosa,
No quiero que te preocupes jamás por mí
Y si sucediera algo,
Estaré bien…”.
En la pedagogía hecha con sana dependencia, este momento inquietante y conmovedor es el que fusiona al artista que se es con el profesor que se debe ser; el maestro-discípulo, padre-hijo, individuo-masa, temblando y confundiéndose hacia la conversión en un oxímoron, allí donde se emite en complicidad de un lado a otro.
A diferencia de la gran mayoría de los artistas de tu generación, no decidiste exiliarte. ¿Por qué?
Fui de los primeros de mi generación en coger un avión para marcharme, en octubre de 1990. Por un accidente incómodo, volví en abril de 1991, y me resigné a regresar al abrigo de mis hermanos y de mi madre y recomenzar el trabajo colectivo.
Luego salí a México, casi por un año. Allí me reencontré con mis amigos de generación y con mi padre, que nunca había ejercido presión para que me marchara a Estados Unidos, donde ya vivía con dos de mis hermanas, y aquella vez tampoco lo hizo. Muy deliberadamente, decidí volver al lado de mi madre. Estaba también locamente enamorado.
Nunca me he arrepentido de esos dos regresos. El exilio será un dilema en mí hasta sabe Dios cuándo. Como mismo lo es ahora. Uno camina lleno de contradicciones. Un día dejé de sentirme holguinero y luego se me desvaneció la idea de querer ser un patriota. Pienso que la Patria es como ese árbol del que hablaba tristemente Nietzsche: “cuando se le corta la copa se mustia y se seca y los pájaros abandonan sus ramas”.
He volado varias veces, he pasado largas temporadas en otros países, lo cual ha sido un respiro. Ha sido algo duro y lleno de carencias trabajar en Cuba, testarudamente, echándole sol y agua a ese árbol. Ha sido exultante volver, padecer, llorar, esperar, enseñar, triunfar, perder, enloquecer, vencer, joder, joderme, luchar, negar, desobedecer, callar, marcharme, y de nuevo volver.
¿Qué representa Cuba en tu vida y en tu arte?
Cuba sigue siendo un imán, para atraer las malas y buenas lenguas.
Cuba es un vicio, una prisión para los de dentro y los de fuera.
Cuba es una olla de presión a punto de explotar, el lugar de mi hipersensibilidad atmosférica, donde todos los poros se me abren al máximo.
Cuba es una amiga trágica con la que he tocado fondo.
Cuba duele mucho ahora mismo.
Como cubano actuante, he intentado profesar una imaginería cercana a eso que establece la acción del amor, parte de ese equilibrio dantesco: “l’amor che move il sole e l’altre stelle”, en las variantes que se me ha presentado.
Sé de lo requetedulzona que suena esta palabra; sé que molesta mencionar, en nuestro medio sofisticado, intelectual y a veces mal intencionado: amor, testarudo, ese que uno sopla dentro de un cartucho y explota entre las manos, en un pestañazo más poderoso que las circunstancias, todo formando parte de una inexplicable elección.